jueves, 16 de junio de 2016

LA PRINCESA Y EL SOL

"A primera hora de la tarde, uno de los hombres de confianza del rey se acercó a los aposentos del príncipe. Tras llamar a la puerta con mucha decisión, esta se abrió y apareció la figura alta y robusta del joven. Sus ojos, en un estado de nervios que el confidente ya conocía —así como todo el reino—, se abrieron de par en par con ansias de saber. Desde hacía dos días y dos noches la princesa se encontraba en paradero desconocido, dejando misteriosamente a toda la corte en vilo, desesperados ante la incertidumbre de si volverían a ver a su futura reina.

—Majestad, vuestros espías han tenido noticias de que, con mucha probabilidad, la princesa se encuentra recluida en una cueva a dos días a caballo de aquí. Según aldeanos de la zona, una mujer joven y con los rasgos de vuestra amada llegó acompañada de un brujo que apareciera por el lugar unos meses antes.

Al escuchar toda la información que su hombre le daba, los nervios del príncipe, ya alterados de por sí, consiguieron dispararse. En un acceso violento se giró, recogió su espada de encima del lecho (intacto desde hacía dos días), se colocó la cota de malla y, guantes en la mano, emprendió la marcha hacia los establos. Al ver la actitud de su señor, apresurada y nada recomendable, el hombre de confianza intentó persuadirlo.

—Alteza, quizá no convendría una acción sin premeditar. A la desesperada...
—¡Prepara mi caballo! —interrumpió el futuro rey—. Iré solo. No reveles esta información a nadie.
—Pero, majestad...

El confidente intentó convencer a su señor, pero las ideas ya estaban claras en su mente. El miedo, todo ese miedo que se había acumulado en su interior a lo largo de los últimos dos días sin noticias de la princesa explotó de golpe e inundó hasta el más mínimo rincón de su cuerpo, convertido este pavor, esa angustia, en el valor más aguerrido que un caballero pudiese desear en el fragor de la batalla. Su sangre, como impulsada por la fuerza de la magia más potente, se había convertido en un torrente salvaje. Ni una sola idea era capaz de resistir el azote al que sucumbía el corazón, en pleno frenesí tan sólo la preocupación y la necesidad imperiosa por salvar a su amada de quién pudiese saber qué clase de sufrimientos. Ya nada albergaba una mínima importancia más allá que traerla consigo de vuelta. Con esa única razón y los sentidos ardiendo a flor de piel, el príncipe se dirigió raudo hacia los establos reales. Si ese caballo suyo descendía de un linaje de reyes, esa tarde tendría la oportunidad de demostrarlo. Las puertas se abrían a su paso, por su mera presencia y, en pocos minutos, el señor alcanzó los establos. El animal estaba listo para partir. Como de costumbre, había sido equipado para la batalla: cota de malla puesta y alforjas que contenían una espada de repuesto, una hacha y algún otro utensilio. El caballero rápidamente desarmó al animal y no dejó otra cosa que la silla y las riendas. No importaba en esa ocasión, pues lo único que primaba era la rapidez en llegar a aquella maldita cueva. Una vez allí, su espada sería lo único necesario para destrozar al brujo. No saldría de allí con vida.

Con la locura del amor en la cabeza, alimentado del miedo y del valor incondicional, el príncipe y su montura partieron en busca del final de aquella tortura que no debió haber durado ni un segundo. A la grupa de su caballo, el paisaje se deshacía en manchas informes que, a medida que caía el sol de aquella tarde, comenzaban a tornarse más y más oscuras. Las piedras del camino huían a toda prisa de los cascos del animal que, como imbuido el ánimo salvaje de su jinete, imprimía una fuerza descomunal con cada patada que descargaba contra el suelo. El aire se había vuelto de un frío cortante que obligaba al hombre a entornar los ojos para protegerse. Sentía el mundo entero congelarse a su alrededor y así lo hacía el también por dentro, temblando en su fuero interno con la dudad del bienestar de su futura esposa. Añadido esto al hecho de que al caballo le costaba avanzar cada vez más por falta de energías, el jinete tomó la decisión de detenerse en un recodo del camino y allí pasar la noche. Además, necesitaba parar para hablar con esa luna que tan ligada a la princesa se encontraba. Descansaría y rezaría a los dioses por el buen fin de aquella historia en la que se había visto de repente; mas de no poderla traer consigo de vuelta, él tampoco regresaría jamás, si bien la muerte tuviese que llevarlo también.

Pensado esto, el hombre se acomodó junto al tronco de un gran árbol, pidió a sus dioses y, tras contemplar fijamente la luna durante unos minutos, cayó en un profundo sueño por el cansancio de toda esa preocupación, del miedo por su princesa y de las ansias por volverla a ver sana y salva. Una vez en ese estado onírico, lentamente, como si quisiera matar con sus palabras, la boca de un viejo comenzó a susurrar frases ininteligibles para el príncipe. Un eco de otra realidad hacia rebotar el sonido por todas partes creando un murmullo que iba paulatinamente en aumento. Todo más allá de ese rostro estaba oscuro, tintado de rojo aquí y allá en manchas luminosas y profundas que cambiaban de forma sin cesar como si, al ser tocadas por aquellos susurros amenazantes, huyesen sabedoras de que iban a desparecer. Y el eco que se acumulaba más y más alrededor mientras la mueca inexpresiva del rostro maldito se tornaba una lúgubre sonrisa. El murmullo subió y subió de volumen hasta que, en una caos final, la visión se transfiguró de golpe y el rostro enfermizo y susurrante dio paso al de su princesa, desatado en desesperación, ojos idos y gestos desencajados, sumida en el pánico.

—¡Protégeme!

Un alarido y no hubo más. La escena se desintegró de repente y el rostro de su amada se esfumó ante él como lo hizo también el sueño. Despierto, empapado en sudor y casi sin respiración, el príncipe trató con todas sus fuerzas de deshacerse del recuerdo que, de tan reciente, aún le parecía flotar ante él. Imposible comprender cómo había sucedido, pero bien claro quedaba que su amada corría un gran peligro. Se removió en el hueco del árbol bajo el cual se había protegido de la noche y, escaso de fuerzas a causa de la pesadilla, ensilló su caballo y emprendió de nuevo el camino hacia aquella cueva donde esperaba encontrar a la princesa.

A pesar de haberlo intentado de cualquier manera que se le ocurriese, los ojos desbordados de la mujer no abandonaban la mente del hombre, presentes en lo alto del mundo, contagiándolo todo del dolor y de la locura que de ellos emanaba. Al fin y al cabo, aquello era de esperar, pues su único objetivo compartía destino con el origen del sueño. Nada más, ni una sola idea podía cruzar su mente a medida que el caballo se dejaba la vida en un galope frenético, como si adivinase la necesidad y la voluntad de su dueño. Así transcurrió la mañana, en un silencio marcado por el ritmo de los cascos del animal, un patrón que creaba los únicos sonidos que acompañarían al jinete en aquella gesta, la más importante de su vida.

Tras las paradas imprescindibles para dar de beber al caballo y únicamente ese estricto tiempo en que el animal daba un par de tragos de agua, la noche volvió a empapar el paisaje y matojos, árboles, camino, montañas... Todo quedó cubierto de una densa niebla que no permitía a la vista del jinete alcanzar sino apenas unos pasos por delante de ellos. Se hacía imposible continuar sin matarse en un traspié del caballo, de forma que ambos hicieron el último alto que disfrutarían en su camino. Sería demasiado peligroso proseguir, aunque el príncipe no dudaría un momento en pagar con su propia vida el precio de la libertad de su princesa, de su felicidad. Sin embargo, y era la razón principal a tener en cuenta, el bienestar de su amada dependía por entero, al parecer, de que él pudiese llegar para rescatarla.

Entre cavilaciones y nervios que no se calmaban, el caballero cayó en un sueño ligero y bastante movido. Como si escapase de quién podría saber qué ataques, unos espasmos irregulares y frenéticos le hacían cambiar de postura sin cesar. En su mente, de vuelta en un mundo de sueños escondidos, algo no iba como debía. El páramo se asombraba bajo la ausencia de todo. Únicamente un erial rojizo se extendía inconmensurable ante la sombra que el príncipe era en sus propios sueños. El cielo, del negro más azabache, se encendía en fogonazos que, como llegados de otros mundos, crepitaban en lo alto sin la existencia de nube alguna. Miles de luces que daban forma a la nada. Pero, nada... No, al fondo, en mitad del horizonte de aquel paisaje esperpéntico, una figura se erguía en el centro de todo. De pie, como esperando a la vida misma, la mujer se mantenía inmóvil; ni siquiera algún cabello movido por el árido viento de ese desierto. Y tan lejos que estaba... A pesar de ello, los ojos interiores del joven podían verla con tanta claridad como si ella estuviese a dos pasos de él. Lloraba. Estaba llorando sin consuelo y sus lágrimas, al caer en la tierra carmesí, se evaporaban como esperanzas que se sabrían imposibles de alcanzar. Lloraba y eso partía en dos al hombre, a la sombra oscura que era siempre en sus sueños; lo desarmaba por completo, corazón inundado y a punto de desbordar. Entre lágrima y lágrima, la voz suave de la mujer le llegaba en un suspiro mártir que repetía una y otra vez: “¡Necesito que me protejas!”. Oyendo la desesperación del mensaje, la silueta del príncipe se dio a la carrera pero, cuanto más avanzaba, más lejos se encontraban el uno del otro. “¡Necesito que me protejas!”. Inmovilidad. Corrió y corrió hasta que, eternidades pasadas, el mundo entero, princesa y susurros se fundieron en la más densa oscuridad.

Se hizo el día. Caballo ensillado y espada en mano, el príncipe pensó con tanta fuerza en llegar de una vez por todas hasta su princesa que, como fruto de un acto de magia, de una oscura e incomprensible, cuando pudo reaccionar y darse cuenta, se hallaba a poca distancia de la entrada a una cueva oscura, lúgubre, toda la roca cubierta de musgo, helechos y restos secos de plantas que una vez estuvieron vivas, hogar ahora de miles de arañas y sus telas. No recordaba absolutamente nada del camino recorrido hasta allí, de cómo podía haber llegado ni qué instinto podía haberle guiado hasta aquella gruta. Únicamente era consciente de que ella estaba allí dentro; lo sentía en lo más profundo de su corazón como un dolor punzante, hormigueo hirviente en las puntas de sus dedos. Se encontraba allí y lo tenía por tan cierto como que no necesitaba verla para saber cómo se sentía. Lo sabía como sabía que, de alguna forma, pronto la tendría que olvidar. Amarró las riendas del caballo a un árbol cercano y, de bajo su cota de malla, a la altura del pecho, extrajo un pequeño pañuelo blanco que había cogido antes de partir. Lo acercó a la nariz del animal y este resopló un par de veces. Actos seguido, guardó de nuevo la pequeña pieza de fina tela perfumada en el lugar que había ocupado hasta ese momento y se encaminó hacia la entrada. Unos pasos al frente y el príncipe quedó engullido por la penumbra de la cueva.

Tras caminar cerca de cien pasos en el interior de aquella oscuridad creciente entre telarañas y humedad, se abrió un espacio más grande y diáfano. Al fondo, como único elemento de la enorme sala e iluminado por una tea ardiente que a duras penas arrojaba algo de luz se alzaba una roca con forma de gran mesa, quizá un altar. El caballero no tuvo tiempo ni de pensar y se lanzó a la carrera en dirección al lugar en el que sabía cierto que encontraría a la princesa. Y así fue tras superar el eco de sus pisadas. Tumbada frente a él en aquella especie de lecho de piedra, la joven yacía con los ojos cerrados, como dormida en una posición angelical. O, acaso, mortuoria. El hombre se desencintó la espada, todavía en su vaina, y se despojó de la cota de malla que le protegía. Acto seguido, se abalanzó sobre la mujer con la ferviente esperanza de que estuviese aún con vida. Acercó la mejilla al rostro de la mujer y así pudo comprobar que aún respiraba. Viva...

—Vos sois el futuro rey... Os esperaba, —anunció de súbito una voz profunda y vieja, lentamente como si el peso de siglos anidase en esas palabras.

El príncipe, raudo, recuperó la espada del suelo y se puso en guardia.

—¡Salid de esas sombras traicioneras! ¡Salid, os digo, quienquiera que seáis!

El sonido de los pies del extraño al arrastrarse por la dura roca del suelo de la cueva creó un ritmo cadencioso que no hizo sino alterar el del corazón del hombre, que a punto estaba de atravesar la empuñadura de su arma con los dedos. Con parsimonia, una figura de corta estatura se aproximó encapuchada y vestida con lo que parecían los hábitos de un monje renegado y oscuro. Desde detrás de la antorcha, a la distancia adecuada para sumirse en la oscuridad, el brujo caminó hasta que la distancia fue tan corta entre el caballero y él, que el primero alzó la espada y la puso a la altura de la garganta del brujo, como un depredador que marcase su presa.

—Majestad, —interrumpió la voz del mago en el silencio mortecino que había en aquella sala—, la precipitación podría costaros muy cara, ¿no creéis?

Su voz sonaba burlona y malintencionada, como tentando al príncipe a acabar antes de tiempo y, de alguna forma extraña, ganar una partida de un juego macabro al que solamente el brujo sabía jugar. Los ojos que miraban atentos tras la empuñadura de la hoja temblaban en un espasmo, incapaces de comprender de golpe lo que ocurría. Ese gesto no pasó desapercibido para el anciano, que continuó con su discurso.

—La princesa, Majestad, vino a mí hace algún tiempo. Ardía en deseos de conocer los secretos del mundo, su magia, las razones y causas más escondidas. Vino por propia voluntad, pues su más hondo deseo la empujaba...

El joven se tensó aún más y acercó sensiblemente la punta de su espada a la garganta del encapuchado.

—¡Mentís!
—No miento, Alteza. Pero eso lo sabéis vos tan bien como un humilde servidor. Conocéis a vuestra amada, quizá más de lo que nadie pueda hacerlo en este mundo; conocéis sus inclinaciones y su deseo por la belleza.

Se hizo un silencio que pareció eterno.

—Ella vino a mí —continuó el anciano—, y yo accedí a su petición. En verdad es tan bella... —dijo al tiempo que se giraba para contemplar su cuerpo inmóvil—. Me cautivó y, casi de inmediato, quise conservarla. He de decir que yo había adoptado la apariencia de un joven apuesto, de forma que ella accedió por propia voluntad al engaño que ahora sufre. Le prometí llevarla al centro de todo, al lugar más puro, y ella quiso venir. Allí sigue ahora mismo.
—¡Moriréis! —exclamó el príncipe en un acceso de ira al escuchar las palabras del brujo mientras apretaba la punta de la espada en su garganta—. Sacadla de ese trance enfermizo y os aseguro que no sufriréis.
—Por desgracia —continuó el anciano con media sonrisa—, no es todo tan sencillo, Alteza. La princesa entró por su propio pie en el mundo que yo creé y, por tanto, de la misma forma ha de salir. Si queréis que vuelva a esta realidad, tendréis que ser vos mismo quien le haga ver esa necesidad. Y para ello, me temo, tendría que ser también únicamente vuestra persona la que entre en ese mundo en el que ella se encuentra.
—Decid inmediatamente cómo puedo acceder.
—Únicamente hay que beber un trago —continuó el brujo al tiempo que sacaba de bajo su extraño hábito un pequeño frasco opaco—. Pero os advierto que el proceso tiene una pega. En el caso de que halláseis la forma de hacer salir a vuestra reina, necesitaréis que ella os haga salir también a vos o desapareceréis allí para siempre. Mi mundo no está preparado para alguien así. El problema es que ahora mismo, la princesa ya no os recuerda, ni os ama ni sabe siquiera quién sois. Únicamente el amor puede romper la barrera entre mi mundo y este.

El príncipe tomó el frasco de la mano del viejo y lo observó con cautela sin retirar la espada del gaznate de aquel demonio disfrazado.

—El amor, Majestad... Recordad que el amor es la salida. Y, ahora —se detuvo a respirar y continuó—, por favor matadme.

No hizo falta mayor insistencia. Un movimiento fugaz y la hoja deshizo la vida del brujo. Tales eran la rabia y la decisión que, sin detenerse un mísero segundo, se encaminó hacia el cuerpo tumbado de la mujer y ni tan siquiera reparó en el hecho de que, una vez los restos mortales del brujo tocaron el suelo de la estancia, solamente quedaba ya en ese lugar el hábito oscuro. Nada más. Ni cuerpo, ni otro resto. El caballero avanzó hasta el altar de piedra donde yacía ausente su amada. Con lágrimas en los ojos, producto tanto de las ansias por volver a verla como del miedo que las palabras del brujo le habían despertado en lo más profundo. Ya no lo recordaría, ni le amaría... La había perdido. No lo pensó más o la tristeza lo hubiese destrozado. Apoyó sus manos en el vientre de la mujer y, lentamente, tras haber ingerido la pócima, descansó también la frente sobre ella. Así esperó, olvidando el mundo, pensando en ella, hasta que el efecto del brebaje le arrebató todo hálito de vida y el cuerpo del joven cayó al suelo.

Como si de un sueño se tratase y una eternidad hubiese tenido lugar entretanto, el príncipe despertó en un paisaje idéntico al de aquella visión de la noche anterior. Efectivamente, como recortada al fondo en el horizonte se alzaba la silueta de la princesa, llorando y perdida en su propio miedo. El hombre comenzó a correr y, conforme arrancó la carrera se dio cuenta de que ya no era él mismo. Su cuerpo se había cubierto de una película negra que lo envolvía por completo. Aunque no parecía tanto una película sino su misma piel, que se había tornado negra y vaporosa como si ardiese por dentro. Era una locura, todo aquello lo era y ya empezaba a olvidar el motivo de todo. Veía relámpagos desgarrar el cielo negro y profundo; veía ríos de una lava roja como la sangre recorrer cual venas la superficie de todo cuanto la vista alcanzaba. Además, el estruendo... Un gran ruido como del mundo abriéndose y dejándose morir. El aire, por otro lado, se movía en un viento infernal que deshacía lo que encontraba a su paso y quemaba hasta las ideas más remotas, incluidas aquellas que lo empujaban en ese abalanzarse angustioso y desesperado que ya empezaba a olvidar. ¿Qué hacía allí? Ese no era su lugar, le costaba respirar y no se reconocía en nada sobre lo que posase la vista. Por si fuese poco, alguna fuerza invisible le hacía moverse, continuar adelante en su huida. Pero, ¿huía? Ni eso recordaba ya, todo barrido por el viento pesado y árido que llegaba hasta el corazón. Estaba perdido y notaba la carga de todo un universo en sus espaldas, de uno distante, sin embargo, e irreconocible. Aquel peso, la tensión insoportable, las explosiones del cielo, el viento devorador, la... Como una chispa de razón que milagrosamente rompiera el discurso de la locura que avanzaba, el antiguo príncipe divisó la figura de aquella a quien tanto quería. La carrera, pues, tenía todo el sentido que podía necesitar. Tenía que hacerla salir de aquel mundo de enajenación que, quizá en otro tiempo, pudiese hasta haber llegado a ser un vergel.

Tras esforzarse como nunca, la sombra en que se había convertido el hombre llegó hasta su amada, quien todavía permanecía inmóvil en la roja intemperie del mundo, sobre la roca ardiente. El príncipe la agarró por los hombros y, zarandeándola, intentó hacerla reaccionar, pero los ojos de su reina seguían sumidos en un llanto que lo anegaba todo.

—Protégeme...
—Tranquila, estoy aquí —dijo entre sollozos la sombra—. Todo va a ir bien.

Intentó moverla de su prisión invisible, pero el cuerpo de la mujer continuaba clavado en el mismo lugar. Por más que le hablaba, la mujer no alcanzaba a decir más allá de ese “protégeme” que destrozaba lo que quedaba de él bajo aquella piel ahora oscura, desnuda. Ese sentimiento lo encendía, rabiaba por dentro y todo su interior se removía como ríos ardientes. No conseguiría hacerlo reaccionar; aquella era la broma macabra del desaparecido brujo. La princesa ya no encontraba un sólo rasgo conocido en el rostro oscuro del hombre. De esa forma, a él le sería totalmente imposible recordarle su amor, si esa era la única manera de mostrarle la salida. Amor como única respuesta...

Sin haberlo pensado y actuando por pura inercia, la sombra se introdujo una mano en el pecho y, aún a sabiendas de lo que aquel acto traería, se arrancó el corazón. De él goteaba su sangre: ríos de oro que manaban sin cesar. El espacio entre la sombra y la princesa se iluminó con la vida que se deshacía en la mano extendida del antiguo príncipe. Gota a gota, un charco de luz se formaba bajo sus pies, escampándose alrededor y encontrando su camino a través de la roca. Aquella sangre resplandeciente se filtraba hasta el mismo corazón de ese mundo demenciado; el corazón cada vez más vacío y la tierra poco a poco más llena.

—Con esta luz podrás encontrar el camino de salida. Toma, cógelo...

Pero la joven no reaccionaba. Absorta en una imagen perdida del tiempo y de la razón, sus ojos traspasaban corazón y sombra. Ni tan siquiera aquel suicidio era capaz de apreciar. No reconocía a quien tenía delante, mucho menos aún daba la importancia merecida al intento por rescatarla del mundo oscuro y de dolor en que había quedado atrapada. La luz del corazón de la sombra, cada vez menor en su fluir ante la impotencia, pasaba ante la princesa como ríos de ruta incalculable, corrientes desbocadas y condenadas a no llegar nunca al mar; ríos sin importancia pues no los conocía y, por ello, de allí no la iban a sacar.

El tiempo se heló y, con el último suspiro de ese segundo final, la última gota brillante que había caído del órgano ahora oscuro que la sombra sostenía fuera de lugar se filtró en la roca roja y desapareció. Ésta ni se inmutó. Desprovista de lo poco restante que lo convertía en príncipe, ese liquido luminoso ya no le pertenecía como tampoco le atañía el porvenir del corazón que sostenía en la mano. En un soplido, éste dejó de latir y se esfumó. Sombra y mujer se miraban, incapaces ya de verse el uno al otro en aquella oscuridad que, una vez filtrada toda la luz del príncipe, reinaba de nuevo en el rincón perdido en que se encontraban. La nada se consumía entre ellos; un vacío viscoso y lúgubre que no significaba absolutamente nada. Nada, como único remanente de quien intentase rescatarla de cualquier modo, de quien diese, primero todo lo que tenía dentro por sacarla de allí y, más tarde, la vida misma al arrancarse el corazón del pecho. Nada, como lo útil de aquellas acciones. Nada, como lo que llenaría el silencio y el espacio para siempre.

De repente, un temblor de tierra que se hizo notar y por el cual tanto la sombra como la princesa acabaron en el suelo. Segundos después y de nuevo en pie, la sombra vio como, de entre las grietas que recorrían toda la superficie de roca roja, emanaba una luz dorada de fuerza increíble. La oscuridad gritó alrededor. Alaridos de dolor rebotaron en la inmensidad al partirse el cielo azabache en mil jirones de luz. ¡Eso era! Imbuida del calor de esa luz tan potente, un resquicio de cordura y recuerdo asaltó a la sombra y el cuerpo se llenó momentáneamente de la luz del príncipe.

—¡¿Ves?! ¡¿Lo estás viendo?! —gritaba sin mover los labios—. ¡Esta es la forma de salir! Vamos con la luz...

No reaccionaba. Más aún, parecía ni inmutarse ante las palabras de la sombra, así como ante el espectáculo de luz dorada que la rodeaba.

El salvador comprendió de inmediato. No le reconocería jamás. No identificaría ninguno de sus rasgos ni el recuerdo de su luz, esa que tanto brillaba por ella. Cualquier cosa que hubiese sido propia del príncipe quedaba ahora ya olvidada y relegada al más profundo rincón del universo. De ninguna forma desaparecería la obsesión de la princesa, aún bajo los efectos del conjuro del brujo maldito. Aquella fijación que la había hecho olvidarse de todo y quedar, como una muñeca de trapo, vacía y ausente. Pero la sombra lo había comprendido y, de alguna manera inesperada, conocía ahora a la perfección cada uno de los movimientos que sus músculos tenían que efectuar para acabar de una vez por todas con aquello. Sabía, por fin, cómo sacar a la princesa de aquella prisión opresiva.

Uno de los brazos del hombre oscuro se lanzó como un proyectil disparado hacia el suelo. En el impacto, piedras saltaron desde el hueco que perforó la mano, y así se esparcieron sin control por todas partes. Ese golpe tremendo fue seguido por el consiguiente del otro brazo. Así comenzaron a hundirse más y más en la roca roja, cada vez más profundo y más piedra abierta. Con un ímpetu que parecía venir de otro mundo, la sombra se encorvaba sobre el abismo que estaba provocando en la superficie roja. Atraído por alguna fuerza del interior, como queriendo recuperar toda aquella sangre que vertiese su antiguo corazón, el príncipe-sombra se dejaba la piel por alcanzar algo en el centro mismo de aquel mundo. La expresión del tiempo asomó a su oscuro rostro y allí danzaron recuerdos y sentimientos, en un movimiento ritual y atávico. El impulso de mil vidas aún por vivir le marcó la piel y ésta destiló la esencia más pura. En un último movimiento, tan pausado como decidido, la sombra arrancó del corazón de todo un sol brillante, ardiendo en llamas doradas con reflejos de mil colores. Poco a poco, conteniendo la esfera entre los brazos, se alzó el antiguo futuro rey y se dirigió a su amada.

—Mira... Mira bien lo que tengo —comenzó la sombra—. Este es el sol del centro del mundo. Arde con el calor de lo eterno y se ha alimentado de la luz de mi sangre, de mi propio corazón —continuó mientras los ojos de la princesa contemplaban, ahora sí, el orbe de fuego que él le mostraba—. Quizá el conjuro que te condenó no se rompa, pero este sol es todo lo que yo puedo hacer, todo lo que se hará. Tómalo, sostenlo frente a ti... Mira cómo gira el fuego eterno en su interior, cómo sus brillos dorados se abren y expanden. Obsérvalo con detenimiento y deja que lentamente entre en ti. Es todo lo que soy...

Diciendo eso, el príncipe acercó el sol a la mujer, que continuaba absorta en el resplandor de la estrella. Tenía que ser así. El astro llevaba dentro el corazón del príncipe cargado de todos los recuerdos que existieron, de todo lo inventado para los dos y aún por existir. Lleno estaba de tanto sentido y tantos momentos que todavía no habían podido llegar. Tenía, en el centro de todo lo posible, la razón de la existencia y del sacrificio que había supuesto toda aquella aventura. En ese punto central se encontraba, sencillamente, todo lo que aquel hombre había sentido; y la princesa. Tenía que funcionar, tenía que ser eso...

La mujer, abandonando la postura hierática que la mantenía ausente, extendió los brazos y tomó el sol entre las manos. Con la parsimonia de lo esperado durante tanto tiempo y el reflejo de miles de recuerdos, sentimientos, emociones y vidas inventadas, en los ojos de ella el sol extendió sus lenguas de fuego iridiscente y se fundió así con su cuerpo. Lentamente, atravesando la piel misma del tiempo, la luz penetraba en la princesa e iluminaba cada rincón de la oscuridad que la había atenazado. Todo el hielo de su mundo se deshizo y el reflejo de aquellas gotas cobró vida propia. El cielo negro se abría en grietas del azul más intenso. La roja roca del mundo interior y embrujado se iluminó también y una línea dorada apareció en el horizonte. Con su avance y por allá por donde pasaba, el paisaje desértico se transformaba en un vergel lleno de vida. El aire, aquel árido y contaminado, cambió en una brisa que limpiaba el mundo. Tenía que funcionar, y así sería.

—¿Vienes conmigo? —preguntó ella, aún sin poder conocer la cara de aquella sombra que la rescataba, que le había entregado todo lo que tenía.

El príncipe esbozó una sonrisa que resumió la resignación de la forma más perfecta. Se dispuso a responder a la petición, ya sintiendo el peso de toda su existencia sobre los hombros. Anticipándose a sus palabras, una sensación espantosa le recorrió el cuerpo, como un escalofrío ardiente; eso le recordó que el futuro le deparaba algo completamente distinto de aquello que estaba a punto de decir. Con esa sonrisa y toda la tristeza que cabía en él, dejando todo su amor en el sol regalado junto a todos sus recuerdos —ya notaba como la memoria comenzaba a fallarle, creando huecos que devoraban los lugares en que había guardado todo, incluida ella—, finalmente contestó:

—Yo te espero aquí.

La luz del sol de la princesa terminó su efecto y la devolvió al mundo que le correspondía, aquel que siempre había habitado y que debía ser su hogar, en el castillo de siempre, en el valle, entre seres queridos. La línea dorada alcanzó el final de su recorrido y la roca negra se cubrió de musgos y hierbas. El cielo abandonó por completo el negro que lo contaminase y adoptó el azul más intenso. El aire, limpio como nunca, recuperó la frescura de los días de libertad. El mundo, después de todo, quedaba como tenía que ser y la ella podría, de una vez por todas, convertirse en la reina de su futuro. Habría un nuevo rey.

La sombra no pudo ver el resultado de su sacrificio. Sin tiempo para reaccionar, su princesa había desaparecido de aquel mundo que lo había hecho ahora su único habitante. Había podido entrar en él y hacerla a ella salir, pero en el camino había tenido que dejar su corazón dentro del de aquella desconocida a la sombra en que él se había convertido. Una vez lejos el sol, nada del príncipe quedó en el cuerpo ahora vacío, hueco, nada que recordase a un mísero vestigio de su existencia. La oscuridad había podido al irse su luz interior y el mundo volvió a aquella penumbra de embrujo. Allí, mínimamente consciente de que lo único que eventualmente lo sacaría de esa prisión interior habría de ser un amor como el que dejaba escapar, la sombra se sumió en el olvido de esperar sin razones, perdida en áridos desiertos interminables hasta que alguien la viniese por fin a buscar.

Con el último susurro de la consciencia, lo poco que quedaba de príncipe dijo antes de sucumbir a la sombra y al olvido:

—Te espero aquí...


Acto seguido, la oscuridad invadió el mundo y el príncipe ya no existió más, olvidando todo lo que era, todo lo que había querido, en una posición de espera que quizá nunca llegaría a su final."

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